16/6/14

Canet 75, mirando atrás sin lira


Los cuatro veranos que van de 1975 a 1978 tienen un lugar en la historia de la música en Catalunya gracias al festival Canet Rock; en la historia de la música y en más cosas. El autor de este artículo fue cronista de aquellas erupciones de rebeldía juvenil nacidas en pleno franquismo. Casi cuatro décadas después, el próximo 5 de julio, vuelve Canet Rock. Lo mejor de la escena local estará en la localidad del Maresme.

Gabriel Jaraba
Maestro periodista
La nostalgia es un error, pero mirar el ayer puede ser útil para comprender el ahora, a condición de entender que el tiempo retrospectivo todo lo embellece y que la cabeza que mira hacia atrás debe enfriarse para poder volver la vista hacia adelante con calidez y entusiasmo. Hay algo peor que mirar hacia atrás con ira: mirar hacia atrás con lira, lira elegíaca que todo lo embellece, como si a mediados de los 70 Catalunya entera hubiera sido el amable domicilio al cual Sisa nos invitaba, «benvinguts, passeu, passeu / de les tristors en farem fum».
El humo persistente del porro colectivo que emanaban los festivales de Canet era el sahumerio con el que se quiso ahuyentar a los siniestros espectros del franquismo e invocar al espíritu del buen rollo, quizás aquel Rrollo Enmascarado publicado por Nazario y su peña, o al del Ronald D. Laing creador de la antipsiquiatría, quien de haber conocido al gran Makoki, su tío Emo, el Niñato y el resto de la pandilla hubiera caído rendido a sus pies. Los cómics alternativos, la música underground, las comunas de la Floresta, Zeleste, la sociabilidad amable en torno al Born o la Rambla, por citar solamente algunos escenarios, eran puntitas de pequeños icebergs surgidos de una manera de vivir que había decidido, alternativa y vitalmente, no esperar a que hubiera libertades democráticas. Por ese mismo motivo el Rrollo suponía una crítica implícita a la izquierda militante antifranquista: estos consideraban utópicos a los underground pero los supuestos utópicos eran capaces de vivir ellos mismos ahora y aquí el cambio deseado por quienes lo teorizaban para el futuro.
Podría decirse que las gentes que asistieron a Canet Rock eran los hermanos pequeños de quienes iban a los festivales de Canet Cançó. Catalanistas e izquierdistas estos; hippies y alternativos aquellos. A menudo se trataba de las mismas personas; uno podía hallar entre los ideólogos más clarividentes de esa new left anarquizante a algún líder del Sindicat d'Estudiants fundado en la caputxinada de 1966, desengañado del burocratismo dogmático de la extrema izquierda maoísta. Canet Rock fue la convergencia de los pequeños icebergs alternativos en un experimento de convivencia y, si se quiere, de recuento de fuerzas. Había llegado la hora de los hermanos menores de los activistas rojos, era el momento de quienes consideraban poco menos que ininteligible la acción de sus hermanos mayores, al catalanismo resistente como un anacronismo y al franquismo como un estorbo enojoso al que ignorar. Canet Rock fue la oportunidad de que emergiesen quienes no querían esperar a que el género humano fuera la internacional fraternal, y optaron por construirse, a modo de Lego particular, una Icaria de bolsillo para practicar el amor libre, o por lo menos, el cariño libre, y abrir las puertas de la percepción a algo más estimulante que el manual de filosofía materialista de George Politzer.
Un largometraje documental de Francesc Betriu y Àngel Casas, titulado precisamente Canet Rock,
permite que el recuerdo no se escape por vericuetos dudosos. La memoria no es otra cosa que una reconstrucción de conveniencia de lo que uno quisiera que hubiera sido. Pero lo que sí resulta persistente es esa vivencia de la libertad instantánea y compartida. Nuestra generación quería tener su propio Wight, Monterrey Pop, Woodstock, hermanarse con sus Dylan, Hendrix, Joplin, que entre nosotros eran Pau Riba, Sisa, Oriol Tramvia, la Dharma, Ia & Batiste, ser y estar como si el mundo a nuestros ojos caduco ya hubiera desaparecido y solamente quedase lo que nuestros abuelos llamaron La Idea. En honor a la amistad -máxima expresión de esa Idea- yo acudí a Canet junto con mi amigo Moncho Alpuente, miembro de la rama libertaria del Madrid resistente a la barbarie y la idiotez, yo que pertenecía al ala marxista. Moncho vino a darse un baño de Catalunya libertaria, a sumergirse, o más bien a emerger, en una Isla de Libertad (que era como la teoría marxista de la época llamaba a quienes ya vivían como si). Creo no desmerecer al notable elenco artístico que pobló el escenario canetense si digo que lo que más nos gustó fue poder ver películas de los hermanos Marx proyectadas al aire libre, en pleno campo, en el que el personal se tumbaba para reír y fumar. Visto desde aquí parece una ingenuidad, y lo era, pero a los veinteañeros del momento nos pareció una chulada; no porque no conociéramos los filmes sino porque aquella proyección era toda una declaración de principios puesta en pie frente a quien quisiera entenderla.
De modo que en ese mundo como si, poder ver películas de Groucho, Harpo y Chico era afirmar una actitud generacional por medio de un recurso de emergencia: marcar la diferencia respecto a la solemnidad del Diguem No mediante otro modo de no ser d'eixe món.El mismísimo Raimon había prologado el libro de poemas y canciones de Pau Riba publicado pocos años antes, pero cuando este salió al escenario vestido con unas mallas y por encima un slip con tirantes rescatado de algún combate de lucha libre en el Price, un chusco se maravilló del paquete que marcaba el rockero y le espetó a voz en grito: «¡Te voy a comer el sapo!». No miento si digo que ese fue mi recuerdo-emblema del Canet Rock 1975: más alternativo imposible, una actitud contrapuesta a la admiración reverencial con que se obsequiaba a los cantantes de la Nova Cançó, que no querían ser cantantes sino filósofos y, sabiéndose artistas de variedades a pesar suyo, condescendían cual princesas momentáneamente caídas en desgracia. A un servidor, que llevaba unos cuantos años de reportero y crítico musical especializado en cançó, la salida de tono de aquel espectador garrulo le reconcilió con las artes escénicas de una vez por todas.
Unos con sapo y otros sin él, los miles de jóvenes que habitamos el Pla d'en Sala por una noche con su madrugada éramos unos ingenuos. Esa ingenuidad es mi recuerdo más persistente de aquel momento. Ingenuos los artistas que subieron al escenario, ingenuos los pobladores del descampado e ingenuos los organizadores del macrofestival: una alianza entre Zeleste y la productora de La Trinca, Pebrots Enterprises, dirigida por el añorado Joan Ramon Mainat (algún día alguien habrá de destacar y defender la enorme generosidad y bondad de Víctor Jou, Rafael Moll y Joan Ramon). Ahora que vivimos un tiempo de canallas en el que la degradación moral de quienes gobiernan produce el correspondiente contravalor en quienes les votan, es emocionante pensar que una vez nos ilusionamos con la Dharma o la Orquestra Plateria y creímos que aquel cariño libre sería imperecedero. Unos deseaban el nacimiento de una nación, otros provocaron el parto de una contracultura, pero la convergencia utópica y musical de Canet deja en mi un recuerdo que me humaniza. Ni una sola pelea, ni un solo conflicto, ni un incidente desagradable más allá de algún que otro mareo. La convergencia de los icebergs underground fue, por encima de cualquier otra consideración, la lección de civismo y convivencia que una generación mostró a todo el país. El Rrollo.
Aquella convergencia eclosionó finalmente en las jornadas libertarias del Park Güell de 1976 y teñiría toda Barcelona de color Zeleste. La cultura del Canet Rock fue adoptada en cierta medida por la gente de Bocaccio; los catalanistas resistentes de Edigsa publicaron sus discos. La cultura autónoma de Barcelona volaba con dos alas: la cultura atacante de la Assemblea de Catalunya y la cultura regodeante del Rrollo.
Catalunya había aprendido a vivir como si. Como si la libertad ya existiera, como si fuera posible vivir en una sociedad abierta, como si las estructuras del régimen fueran una cáscara vacía, un estorbo inevitable. De ahí extrajo una enorme fuerza que todavía alimenta el telurismo de sus movimientos sociales: véase la Via Catalana del 2013 o la hipermanifestación del 2012. Los festivales de Canet fueron escenarios de aprendizaje de la libertad, y ahora nos miramos unos a otros y nos preguntamos si seremos capaces de continuar cursando esas lecciones. Quizás el Canet Rock 2014 sea eso: cuando los hijos y nietos de aquella generación quieren, de nuevo, vivir como si, como si la libertad ya existiera. Los mayores no lo percibimos, pero ellos también tienen un Rrollo, que yo saludo. Cambia de forma y de lenguajes, pero aunque sea otro Rrollo, el Rrollo sobrevive y se venga. Empujando a la gente a desconectar del mal rollo y a vivir una realidad aparte.



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