Jordi Galí es una eminencia mundial como investigador de la nueva
síntesis keynesiana. Obtuvo su doctorado en la Universidad de Massachussets
y ha trabajado como docente en las universidades de Columbia, Nueva York y
Barcelona. Además, es asesor del Banco Central Europeo y de la Reserva Federal estadounidense.
“La UE sería la primera interesada en preservar la
reciprocidad en los derechos catalanes, dada la importancia cuantitativa y
cualitativa del mercado catalán y la presencia de un gran número de empresas europeas con base en
Catalunya (sin olvidar la contribución neta de esta a las arcas comunitarias).”
“La actual ofensiva intimidatoria del Gobierno español
no parece gozar de mucha credibilidad, siendo su única explicación la voluntad de doblegar
el deseo de la gran mayoría de los catalanes de poder decidir libremente su
futuro.”
Una de las principales incertidumbres relativas a la eventual creación de un Estado catalán es el encaje de este con Europa. Muchos catalanes se preguntan si este nuevo escenario sería compatible con seguir disfrutando de las ventajas económicas asociadas a nuestra pertenencia a la Unión Europea (UE) y a la zona euro.
Aunque, por definición, la capacidad soberana de un
Estado abre la puerta a muchas alternativas, en el caso de Catalunya parece
existir un amplio consenso social y político sobre la deseabilidad de continuar
en la UE y de mantener el euro como moneda. ¿Cuáles son las opciones de una
Catalunya independiente para alcanzar dichos objetivos? En mi opinión, la
respuesta a esta cuestión difícilmente puede desvincularse del escenario en que
se produzca el eventual proceso de constitución del Estado propio. A grandes
rasgos podríamos distinguir entre dos escenarios posibles: cooperación y
confrontación.
En un escenario de cooperación, el Estado español
aceptaría un resultado favorable a la independencia de una eventual consulta al
pueblo catalán, iniciándose un proceso de colaboración entre los dos Gobiernos
para gestionar un “divorcio amistoso.” Este es precisamente el marco previsto
en el acuerdo entre los Gobiernos de Escocia y el Reino Unido por el que ambas
partes se comprometen a “trabajar constructivamente de acuerdo con el resultado
-del referéndum-, sea cuál sea este, para preservar los intereses del pueblo
escocés y del resto del Reino Unido”. En un escenario de esta naturaleza, la
admisión automática o no de Catalunya en la UE (y, de resultas, en la zona
euro) sería una cuestión formal sin más interés que el propiamente simbólico.
En el peor de los casos, dicha admisión se produciría
después de un proceso de negociación que, dadas las circunstancias
extraordinarias mencionadas más arriba, debería poder ser simplificado y
rápido. Lo único realmente importante sería garantizar, durante el periodo
transitorio, la continuidad de derechos y obligaciones que rigen las relaciones
económicas entre Catalunya y el resto de la UE, y, de forma especial, los
relativos a la libre circulación de mercancías, personas y capitales. Esta
“extensión” del régimen actual también debería incluir, de forma natural, los
aspectos monetarios. Así pues, a pesar de que durante este periodo Catalunya no
sería formalmente parte de la zona euro, el euro continuaría siendo la
moneda oficial y las entidades financieras catalanas deberían poder
acceder, como en la actualidad, a los mecanismos de financiación del
eurosistema y al mecanismo de pagos europeo. A finales del periodo transitorio,
y en el momento de la integración formal, el banco central del nuevo Estado
asumiría sus funciones como banco central nacional dentro del eurosistema.
Desde un punto de vista práctico, la única diferencia
que este escenario supondría respecto al de admisión automática sería que
Catalunya no estaría representada formalmente en las instituciones y órganos de
gobierno de la UE (incluido el Consejo de Gobierno del BCE) durante el periodo
transitorio hasta la admisión definitiva. Dado el gran número de países
miembros de la UE y la consiguiente irrelevancia efectiva de cada uno de ellos
en las decisiones colectivas, nadie puede afirmar sin sonrojarse que tal
ausencia supondría un perjuicio significativo para la economía catalana.
Aun sin entrar en la UE, Catalunya podría tener el
euro como moneda oficial.
Por otra parte, un eventual escenario de confrontación
vendría definido por el rechazo por parte del Estado español a reconocer el
nuevo Estado y, por consiguiente, el bloqueo indefinido de su admisión en la UE
(que requiere la unanimidad de los Estados miembros). Pero en la medida en que
se preservaran los tres pilares mencionados más arriba (libre circulación de
mercancías, trabajadores y capitales), dicho escenario no debería acarrear
consecuencias adversas para la economía catalana. En contraste con la opinión
generalizada, estos derechos no están restringidos a la UE y hay diferentes
formas de articularlos (el caso de Suiza es, quizá, el más paradigmático en
este sentido). Además, la UE sería la primera interesada en preservar la
reciprocidad en estos derechos, dada la importancia cuantitativa y cualitativa
del mercado catalán y la presencia de un gran número de empresas europeas
con base en Catalunya (sin olvidar la contribución neta de esta a las arcas
comunitarias).
En el ámbito monetario, la no admisión en la UE
implicaría también que Catalunya no sería un Estado miembro de la zona euro.
Pero Catalunya podría mantener el euro como moneda oficial, si así lo deseara.
Un “acuerdo monetario” con la UE como el que rige en algunos países no
comunitarios que utilizan el euro podría bendecir dicho uso y facilitar la
continuidad en las relaciones monetarias y financieras.
En el peor de los casos, las entidades financieras con
sede en Catalunya podrían acceder a la liquidez del BCE a través de filiales o
sucursales establecidas en la zona euro, como lo hacen
regularmente numerosos bancos no comunitarios de acuerdo con lo establecido en
la normativa relevante del BCE (la llamada “Documentación General”).
¿Cuál de los escenarios analizados es más deseable
para todas las partes implicadas? En un escenario de cooperación, donde ninguna
parte tiene como objetivo deliberado el perjuicio de la otra, la posibilidad de
un divorcio amistoso con costes mínimos para todas las partes no debería ser
una quimera. Más allá de las formalidades jurídicas, nada debería poder impedir
la continuidad plena, por lo menos de facto, del marco de relaciones económicas
y financieras actuales, y de los derechos y obligaciones que le están
asociados. Por otra parte, resulta difícil imaginar una actitud intransigente
por parte del Estado español ante el fait accompli de una Catalunya
independiente, ya que ello tendría importantes costes económicos para
España, y ninguna ventaja que no fuera la (posible) satisfacción de
castigar a Catalunya y a sus ciudadanos por haber elegido un marco político
distinto al actual. Entre otras cuestiones, cabe suponer que una actitud
hostil cerraría la puerta a cualquier negociación de buena fe sobre el reparto
de la deuda contraída por el Reino de España.
Dadas las más que probables consecuencias adversas para España de un escenario de confrontación una vez consumada la decisión del pueblo catalán de construir un Estado propio, la actual ofensiva intimidatoria del Gobierno español no parece gozar de mucha credibilidad, siendo su única explicación la voluntad de doblegar el deseo de la gran mayoría de los catalanes de poder decidir libremente su futuro.
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